Hace cinco años volvió mi viejo. Mi madre me avisó el día antes. No lo tomé bien. Lo recibí borracho y lo dejé con la mano estirada. Supongo que él tampoco esperaba otra cosa. Se fue sin avisar, el año 80, cuando yo tenía siete, y volvió trece años después, más flaco, y con una sonrisa que me cayó como patada en las bolas.
Vivíamos con mi madre en un departamento minúsculo en la calle Portugal. Él comenzó a visitarnos todas las semanas. Siempre traía regalos y comida preparada. Venía con plata; yo tenía claro que por eso mi madre le abrió la puerta. No teníamos un peso. Por las noches, trabajaba como mesero en un restaurante en Vitacura para pagarme la universidad. Cuando él llegaba, yo comía rápido y partía a encerrarme en mi pieza. Le hablaba a través de monosílabos ásperos.
Trece años de abandono; ni una puta carta. Recién a los catorce dejé de llorar el día de mi cumpleaños. Hasta su reaparición, mi viejo era sólo un conjunto de recuerdos fracturados, como el del patio de la casa en Ñuñoa: él estaba sin anteojos, vestido con la camiseta de Colo Colo, que parecía a punto de explotar, agazapado entre los dos palos (el travesaño era imaginario), con la pandereta detrás, esperando a que yo le pateara un penal. Como me había atajado los tres últimos, me demoré unos instantes en elegir el lado al que le iba a patear, pero justo antes de pegarle a la pelota escuché el grito de mi madre llamándonos a la mesa, aunque de todas formas alcancé a sacar un remate ajustado al palo derecho que mi viejo atajó emulando al Gato Osbén.
“Volveremos a ser una familia”, dijo mi madre, al informarme que viviríamos los tres juntos en una casa en Los Domínicos, a los pies de la cordillera. “Tiene una terraza desde la que se puede ver la virgen del Cerro San Cristóbal”. No le respondí nada, pero el día de la mudanza me fui de la casa; donde el Cabezón Fuentes. Eran heridas viejas, pero seguían doliendo. Mi madre me buscó por dos días, hasta que apareció en el departamento del Cabezón Fuentes. Se sentó junto a mí, en el futón donde yo dormía. Ahí fue cuando me contó su verdad. Nunca la había visto llorar, ni siquiera cuando mi viejo la dejó. Siempre había sido flaca, pero esa tarde su delgadez me pareció casi enfermiza. “Fui yo”, me dijo, jugueteando nerviosamente con un anillo nuevo. “Yo engañé a tu papá, por eso se fue”. No había sido sólo una aventura; ella había tenido un amante y mi viejo se fue muy lejos porque no pudo soportarlo. Mi madre no lo quería, eso siempre lo tuve claro, pero lo admiraba profundamente. Se había ido, traicionado, sin un peso en los bolsillos, y había vuelto trece años después, a rescatarla.
Los cimientos de mis rencores y certezas comenzaron a caerse a pedazos. Me quedé tres días más donde el Cabezón Fuentes, hasta que decidí volver. Comenzó un acercamiento tenue, paulatino, más bien cotidiano. A mi madre no le hablé en dos semanas, pero de a poco se me fue pasando la rabia. Tanto extrañaba a mi viejo, que a los pocos meses ya le había perdonado su ausencia. Un día lo interrogué directamente sobre el engaño de mi madre. Y me lo confirmó, bajando la mirada, en una actitud que mezclaba vergüenza y redención. “¿Y por qué mierda no me escribiste una sola carta en esos trece años?” Se demoró en contestar, hasta que lo hizo con una voz estrangulada: “No me sentía capaz, Héctor. Te juro que tenía el alma tan podrida que no me sentía capaz. Por favor, perdóname”.
Su compañía me hizo feliz. Me bastaba el hecho de tenerlo junto a mí para dejar atrás el dolor del abandono. Y, para qué lo voy a negar, también estaba la plata. Un día me atreví a preguntarle qué había sido de él en esos trece años. Vivió en el norte. Como era abogado, no le costó mucho encontrar trabajo como funcionario público. Estuvo varios años en eso, hasta que tuvo la suerte que muchos buscan y pocos encuentran. Recibió un buen dato, se compró una pequeña mina de cobre y empezó a llegar el dinero. Exactamente lo mismo que me había contado mi madre, que recibía noticias suyas salpicadas en el tiempo. Pero necesitaba escucharlo de sus propios labios. Ya nos habíamos tomado una botella de pisco casi entera cuando mi viejo se puso a hablarme de la mina. La había rebautizado con el nombre de Verónica, igual que mi madre. Estuvo horas contándome de la mina, de cómo bajaba al pique con los mineros y se quedaba largo rato allá abajo, picota en mano, como uno más. Tal vez era el trago, pero pocas veces lo había visto con esas ganas de hablar. Estábamos sentados en la terraza, bajo el parrón, y sobre nuestras cabezas muchas uvas ya se habían transformado en pasas; algunas ya eran oscuros y arrugados restos secos de lo que habían sido, y otras recién comenzaban el proceso de deshidratación. Nos tomamos otra piscola y me contó de una vez que había aprovechado sus contactos en el Gobierno para poner en libertad al sobrino de un amigo suyo, que lo tenía la CNI; y que otra vez había hecho lo mismo por el hermano de una mujer con la que estuvo saliendo un par de meses. Me lo contó de manera sencilla, sin vanagloriarse, simplemente había tenido la oportunidad de ayudar a esos muchachos y lo había hecho. “Había que tener las bolas bien puestas para hacerlo”, le dije yo. Él se encogió de hombros. No volvió a hablar del tema.
Cinco años después del día en que lo dejé con la mano estirada, me mandaron a Antofagasta para reportear un supuesto caso de corrupción en la municipalidad. Trabajaba para una revista que se llamaba “El Informante”. Viajé el viernes por la noche. Fui a hablar con una secretaria de la municipalidad. Me citó en un café con olor a pan quemado, en el centro. Yo pensaba en mi viejo. Tenía ganas de conocer la mina, que quedaba a unos ochenta kilómetros, en medio del desierto, pero mi viaje surgió de improviso y él estaba en Argentina. Mientras la esperaba, pensé en la historia de mis padres. A fin de cuentas, ambos me habían engañado. Llegó la secretaria y, al poco rato, me di cuenta que el supuesto caso de corrupción era sólo un comadreo de viejas copuchentas sin mayor fundamento.
Me quedaban once horas antes de volver a Santiago. Llamé a Claudio. Habíamos sido compañeros en Periodismo, pero él después se cambió a Literatura. Daba clases en la Universidad de Antofagasta. Claudio seguía igual: era una de esas personas que te mira muy serio al principio, pero después sus ojos se van relajando y termina por sonreír. Me invitó a pasar el día con él. Su casa era pequeña. Llevaba pocos minutos en ella cuando llegaron algunos amigos suyos. Eran tres. Comenzamos a beber antes de almuerzo. Primero cerveza y después piscolas. Mi atención estaba puesta en el reloj: faltaba cada vez menos para el último partido del campeonato. La U jugaba contra Audax Italiano; iba segunda, un punto atrás de Colo Colo, que jugaba al día siguiente con Iquique. Estábamos sentados en unas sillas de plástico, en el patio de polvo y cemento. Un pequeño toldo apenas nos protegía del sol insoportable. Como buen invitado, llegué con algo: un poco de marihuana. Fumamos todos menos uno que era muy flaco y tenía un aspecto tan desgarbado que parecía un tísico; sus dientes eran puntiagudos, tan separados que daba la impresión de faltarle varios. Su barba, mísera, era como la de un adolescente. Estaba demasiado borracho para fumar.
Claudio se puso a hablarnos sobre un cuento que estaba escribiendo; según él, tenía mucho de Borges. Me levanté a la mitad del cuento, bastante insulso y metaliterario, y me fui a la sala a ver el partido. El tísico me acompañó; dijo que también era de la U. Se dio un fuerte cabezazo contra el vidrio que separaba la sala del patio, pero no le dolió. Recién nos habíamos sentado en un sillón de tres cuerpos, con la tele al frente, cuando el Leo Rodríguez hizo el primer gol. Lo celebré abrazando al tísico. A los pocos minutos, me había arrepentido. Ahí fue cuando empezó a hablar. Principalmente, incoherencias, algunas producto de su borrachera y otras de su mentalidad singular. Que trabajaba en la única librería de la ciudad, que el único que sabía leer literatura era Claudio y el resto eran imbéciles, analfabetos; que sólo ellos sabían apreciar a Onetti y Roberto Arlt; que algunos leían, pero nadie entendía, nadie entendía nada; que lo miraban como a un bicho raro, una especie de engendro aparecido, todo porque era flaco y veía las cosas desde otro punto de vista; y él no era un bicho, no tenía la culpa de tener un metabolismo tan eficiente; que ya lo iba a ver, al poco rato se iba a tener que ir al baño a cagar el almuerzo. El partido avanzaba tranquilo y la voz raspada del tísico era como una molesta música de fondo. En los últimos minutos del primer tiempo, Audax hizo dos goles y nos fuimos al descanso dos a uno abajo. El campeonato, la ilusión de la última fecha, la presión al puntero, obligándolo a ganar el partido del domingo, todo se iba a la mierda por dos descuidos en los minutos finales. Y ahí estaba el tísico. Como un moscardón. Tenía ganas de darle un manotazo, pegarle con un matamoscas, pero no era mi casa, no era mi ciudad, ni era mi amigo. Ni siquiera cumplió su promesa de ir a cagar el almuerzo.
Seguí muy concentrado los quince primeros minutos del segundo tiempo, tratando de no escucharlo. Un cabezazo de Flavio Maestri puso el empate. Salté del sillón y abracé al tísico. Él me abrazó a mí. Por un momento, me olvidé de su voz, hasta que mostraron una enorme foto de Pinochet, con un traje a rayas, que había llevado un hincha al estadio. El tísico, furioso, volvió a la carga. Que llevaba dos meses preso en Londres el viejo de mierda, que ojalá lo encerraran para siempre en la mazmorra de un castillo; o mejor que lo ahorcaran de una puta vez. Que ya no era Presidente hacía nueve años, pero faltaba mucho por saber. Tanto muerto, tanto torturado, pero no eran las únicas víctimas, por ejemplo a su viejo se lo había cagado un fascista extorsionándolo porque escondió a algunos clandestinos. Y parece que no había sido el único. No se supo más, se rumoreaba que trabajaba en el Ministerio de Minería o de Obras Públicas y que un tipo que se llamaba Norberto Moyano, que ahora vivía en el sur, le había visto una vez la cara y había dicho que se parecía al señor Barriga, pero un poco más flaco y alto. Pero los muertos y torturados eran mucho más urgentes que esos rumores añejos. Le tuve que pedir que se callara. Se lo dije en un tono áspero, mostrándole la pantalla. Había pasado la media hora y si no hacíamos el gol, nos despedíamos del campeonato.
El tísico se calló hasta que el gran Leo Rodríguez volvió a marcar y nos pusimos tres a dos. Tuve que abrazarlo. Y empezó de nuevo. Los borrachos tienden a divagar sobre un mismo tema. Que por ahí había pasado la Caravana de la Muerte, que el mejor amigo de su viejo, Gustavo Venegas, fue una de las víctimas; que le habían vendado los ojos, en el desierto, y lo habían hecho confesarse con un cura que le había dado la extremaunción. Incluso decían que el cura era falso, que era un abogado que se sabía los rituales de memoria. Yo no sabía qué mierda le pasaba a ese tipo. Sólo quería que me dejara ver el partido, pero con lo que me estaba contando no podía pedirle que se callara. Y que a Gustavo Venegas lo habían puesto contra una pared de adobe, un día de diciembre, tal vez parecido a ése, en medio del desierto, con el sol sobre sus ojos vendados, y había escuchado la orden de fuego y los muy hijos de puta habían disparado. Eran balas de salva. “Un fusilamiento simulado”, le dije yo. El tísico asintió con la cabeza y dejó de hablar porque el partido había terminado. Un triunfo difícil, sufrido, de esos que tanto nos gustan a los hinchas de la U.
La verborrea del tísico me había dejado inquieto y con un poco de dolor de cabeza. Salí al patio y dediqué las siguientes horas, con ahínco, a emborracharme.
Se me cerraron los ojos apenas me senté en el bus. Desperté a una hora indeterminada de la noche, con una resaca enorme. Mis sienes palpitaban como si estuviesen vivas. Las palabras del tísico me daban vueltas en la cabeza como una prolongación del revoltijo que tenía en el estómago. Estuve un tiempo pensando en el fusilamiento simulado. La partida de mi viejo fue como un fusilamiento simulado, o más bien, un fusilamiento con un verdugo simulado. Tenía conmigo un libro con los cuentos de fútbol de Soriano, que mi viejo me había traído de Argentina. Partí por mi favorito: “El penal más largo del mundo”, pero cuando lo terminé sentí tantas ganas de vomitar que no pude seguir leyendo.
Quedaban unos trescientos cincuenta kilómetros para Santiago cuando me sorprendió el letrero que indicaba el desvío para el Parque Nacional Fray Jorge. Los recuerdos eran tan poderosos que traspasaron el halo embrutecedor de la resaca. Volvía con mis padres desde Tongoy a Santiago y decidimos parar en el Parque. Al fondo del camino de tierra, en medio del desierto (un desierto de verdad: arena salpicada de cactus), emergía el cerro coronado por una bruma misteriosa. Y cuando llegamos, ocurrió el milagro. Sobre el cerro, acosada por una desoladora aridez, había una selva. Árboles inmensos, flores, arbustos, enredaderas y, sobre todo, humedad. Al bajar del auto mi viejo me obligó a ponerme la parka; después se lo agradecí, porque hacía mucho frío allá en la selva. Pude sentir de nuevo, mirando el letrero desde el bus, esa felicidad inmensa, la voz de mi viejo, sus brazos de oso, su panza enorme y protectora. El musgo se encaramaba por los troncos de los árboles. Mi felicidad, como la de todos los niños, era eufórica; corría por los senderos de madera que flotaban en medio de la selva, de la mano de mi viejo, mientras mi madre nos miraba desde atrás, silenciosa. Al día siguiente, me abandonó.
Llegué a mi casa justo para el partido. Lo vi encerrado en mi pieza. Un gol de Francisco Rojas en el minuto cuarenta del segundo tiempo le había dado el título a Colo Colo. Mi viejo estaba feliz y yo no quería verle la cara. Dormí hasta el lunes.
Le expliqué a mi jefe lo mal que me había ido en Antofagasta y volví a mi casa temprano. El muy puto me encargó una nota sobre el campeonato de Colo Colo. Saldría publicada con el nombre de Héctor Sánchez, pero no me sentía capaz de escribirla. Se la encargué a un amigo. Yo quería leer a Fontanarrosa. Tenía todo listo: el libro y una taza de café; pero mis ojos, porfiados esclavos del subconsciente, se concentraron en las fotos del colage que estaba colgado en el pasillo. Lamenté no haber conocido a Verónica, la mina. La boca del túnel aparecía en la foto. Al lado, mi viejo, de casco y picota, con su bigote abundante, sonriendo, como si estuviese a punto de bajar a picar el mineral. Esa foto debía ser del 85. Quería acallar la voz del tísico, pero no había caso; ese loco seguía martilleándome la cabeza. Me repetía que todo era una coincidencia, pero el nombre de Norberto Moyano no me dejaba tranquilo. Traté de leer. Intentaba concentrarme, pero una voz insistente dentro de mí me obligaba a llamarlo. ¿Cómo mierda me acordaba de ese nombre? Estaba borracho, un poco volado y con la atención puesta en el partido.
Salí a dar una vuelta. Pensé en llamar a un amigo, pero terminé pegando patadas en el Tekken, solo, en los Juegos Diana del Paseo Ahumada. Volví a mi casa cerca de las cinco. Encerrado en mi pieza, contemplando el póster de Sergio Vargas que aún tenía pegado en el techo, me decidí a buscar a Moyano. No fue fácil encontrar su número. Tuve que llamar a la sede central de la Telefónica y, tras fatigosos intentos con toda clase de propuestas incluidas, convencí a la operadora que me entregara la información. Por suerte había sólo dos tipos que se llamaban Norberto Moyano: uno en Valparaíso y el otro en Puerto Montt. Mis dedos torpes se equivocaron tres veces al marcar.
Contestó Moyano; una voz que seseaba. Le dije que me llamaba Ricardo y que quería hablar sobre algo que había pasado en Antofagasta mucho tiempo atrás. Me preguntó si era periodista, y titubeé. Colgó el teléfono. Sentí una desazón enorme por haberme equivocado en algo tan estúpido y porque la sospecha, al principio descabellada, de que el monólogo del tísico tuviera algún sentido, se iba convirtiendo en una posibilidad cada vez más perturbadora. Tenía las manos mojadas y los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos. Me di cuenta que no iba a vivir tranquilo hasta verle la cara a Moyano.
Envié mi nota plagiada sobre el campeonato de Colo Colo e inventé la muerte de un tío que me obligaba a viajar por el día a Puerto Montt. Dentro del bus, comencé a transpirar; parecía un marrano empapado y pegajoso. Me leí El Pozo, de Onetti, tratando de no pensar que mi vida se iba transformando en una mentira. ¿Cómo pudo un funcionario público de planta comprar y explotar una mina? Después, me dediqué a traspasar en mis recuerdos la borrosa bruma del alcohol y la marihuana para acordarme del nombre del tísico: Jaime Soto.
Toqué la puerta de una casa de madera pintada de un celeste descolorido, más bien descascarado, por la humedad. Era un viaje arriesgado cuyo destino dependía de una botella de pisco Horcón Quemado que tenía en mi mochila. Me abrió la puerta un tipo de unos sesenta años con el pelo gris y la sonrisa marcada por la ausencia casi total de sus dientes delanteros. Supe que era él antes de hablarle.
– ¿Alberto Moyano?
– ¿Quién pregunta? –reconocí el seseo, consecuencia de su falta de dientes.
– Me llamo Mauricio. Soy amigo de Jaime Soto. Me dijo que usted conoce a su papá.
– Conocía.
– Claro, conocía.
– ¿Y qué quiere?
– Estoy de paso por la ciudad y necesito matar algunas horas. No conozco a nadie por acá. Me gustaría hablar un minuto con usted –dije, sacando la botella de Horcón Quemado de la mochila–, y tal vez tomarnos un pisquito. No me gusta tomar solo.
– Está bien, pero sólo un ratito porque tengo mucho que hacer –dijo Moyano, sin quitarle los ojos a la botella.
La casa se veía peor por dentro que por fuera. Nos sentamos en unas sillas de mimbre. Ya tenía los temas preparados. Mi apuesta era que el viejo estuviese aburrido. Comencé con la crisis que golpeaba a las salmoneras y empezaba a dejar a mucha gente en la calle; después el clima y un poco de Chiloé, hasta que llegamos al fútbol. Cuando se quejó, a la pasada, del gol de Rojas que le había dado el título a Colo Colo, aproveché la oportunidad y arremetí con todo. Nos terminamos la botella repasando el bicampeonato del 94 y 95. La idea era que él tomara más pisco que yo, pero de todas formas me sentía un poco borracho. Moyano fue a buscar una botella de Pisco Capel; decidí que era hora de hablar.
– Jaime me contó lo que le había pasado a su papá –le comenté al vuelo, mientras servía un poco de pisco en los vasos pequeños, verdes, con relieves cuadriculados.
– ¿Qué cosa?
– Lo del tipo ese que lo extorsionó –aproveché de tomar un trago para apagar el temblor de mi voz–. A un tío le pasó lo mismo.
– ¿Cómo se llama tu tío?
– Enrique Espejo, bueno, la verdad es que se llamaba porque lo mataron los milicos el 84 –le dije, bajando la mirada.
– No lo conocía. Lo siento mucho –dijo Moyano, verdaderamente compungido.
– No se preocupe –le contesté, levantando la vista a la altura de sus ojos, que se habían vuelto melancólicos–, es que cuando Jaime me contó lo de su papá, me dijo que usted había visto al extorsionador.
– Sí, la verdad es que lo vi una vez, pero de lejos. El tipo era bien gordo, le calculé unos ciento veinte kilos, pero era alto, como de uno ochenta y cinco.
– ¿Y no sabe su nombre? –le pregunté. Sentía que mi estómago se revolvía.
– Lamentablemente, no.
– Ah –hice una pausa para tomar un poco de aire, que comenzaba a escasear–, ¿y sabe de alguien más al que le haya pasado?
– Además de Soto, supe de otros dos, y ahora que me entero de tu tío, serían cuatro. Lo que hizo ese hijo de puta no tiene nombre.
– Sin duda, debería estar preso.
– Debería estar muerto.
– ¿Usted habló con él? ¿Cómo fue que lo vio?
– Como le dije, lo vi sólo una vez. Me acuerdo que Eugenio González, otra de sus víctimas, estaba seguro que era él, pero el pobre estaba tan cagado de miedo que me lo mostró a lo lejos. Se fue al exilio dos semanas después. Me dijo que trabajaba en el Ministerio de Minería. Ah, y ahora que me acuerdo también me dijo su chapa.
– ¿Su chapa? –le pregunté. Mis manos comenzaron a temblar.
– Estos pendejos… se nota que eras un niño cuando los milicos mataban a la gente. Todo el mundo tenía una chapa, un nombre falso. Los fachos también.
– ¿Y cuál era su chapa?
– Se hacía llamar Héctor.
Me levanté y fui corriendo al baño. Cerré con un portazo y vomité dos veces.
Volví esa misma noche, en el bus de las once, todavía borracho y con el estómago destruido. Tenía la frente cubierta por una fina capa de sudor helado. Apretaban mi cabeza con un gigantesco alicate. Y no era el alcohol, eran las imágenes de mi viejo. Lo vi en el living de su casa. Vivía solo. Vestía calzoncillos y una camisa. Un cigarro a medio fumar emergía de su bigote espeso. Tenía una mano sobre su barriga enorme y con la otra tomaba el auricular. Junto al teléfono, un cenicero rebalsado. Se veía nervioso mi viejo. La ventana estaba cerrada y el humo era tan denso que cada movimiento generaba ondas alrededor suyo. Su interlocutor escuchaba una voz distorsionada, pero era la voz de mi viejo. “Sé que los comunistas se juntan en tu casa. Sé que escondiste a José Araya, Miguel Ramos, Oscar Ramírez y muchos más. Basta que hable para que los de la CNI te vayan a buscar a tu casa. Ya sabes lo que pasa cuando la CNI te va a buscar a la casa. Y también sé otras cosas. Sé que tu mujer almuerza todos los jueves en el mismo restaurante y que tu hijo Jaime va al Colegio San Luis. Tengo ganas de contárselo a alguien, pero si recibiera un maletín con un milloncito, las ganas se me quitarían y me olvidaría para siempre de todo lo que sé”. Y la conversación seguía con otros nombres que no sé de dónde mierda iba sacando mi cabeza. Pero lo peor eran las voces de los que hablaban con él. Voces del miedo, entrecortadas, balbuceantes, temblorosos, desesperadas.
Estaba seguro que mi madre no tenía la menor idea de la forma en que mi viejo había hecho su fortuna. Claro, lo había recibido sin preguntar, pero nunca imaginó que la respuesta sería tan macabra. Otra simulación. Los cinco años habían sido una mentira. Tal vez nunca me escribió porque estaba consciente que era un desgraciado. Y volvió sonriendo; el salvador. Más encima había ocupado mi nombre como su chapa, el muy hijo de puta. Dormí un par de horas, agotado de tanto elucubrar. Desperté un poco más tranquilo. Era un mal periodista. No tenía pruebas concluyentes, sólo supuestos, algunos muy poderosos, pero supuestos al fin y al cabo. Necesitaba enfrentarlo. Después de hacerlo, se lo contaría a mi madre y publicaría una crónica en “El Informante”. La llamaría “El señor Barriga”.
Nos sentamos en la terraza. Mi madre ya dormía. Sobre la mesa había cuatro latas de cerveza y una botella de vino tinto, todas vacías. También una botella de Johnny Walker, a la mitad. En los vasos, whisky con hielo. Mi viejo tomó su vaso y se echó hacia atrás. Se veía relajado. La noche era tibia y el aire parecía limpio. No había luna. Contemplábamos, en silencio, las luces de Santiago.
– Supe lo de las extorsiones en el norte.
– ¿De qué estás hablando? –en un primer momento hizo el ademán de mirarme, pero se arrepintió y sus ojos se mantuvieron apuntando al horizonte.
– Sabes perfectamente de lo que estoy hablando. De la gente que extorsionaste en Antofagasta, que amenazaste con entregar a la CNI –mientras hablaba, giré mi cuerpo y lo miré fijamente.
Ya no pudo seguir evitando mis ojos. Cerró los suyos por un segundo y enseguida se bebió el whisky de un trago. Miró los hielos y movió el vaso. El sonido de los hielos chocando con el vidrio estiró un poco más la duración de esos segundos. Suspiró.
– Eran otros tiempos. Chile era otro país –me respondió sin sacarle la vista a los hielos–. Héctor, ya no quiero, ya no puedo seguir mintiendo.
– ¿O sea que es verdad?
– Sí, es verdad –me dijo, levantando sus ojos enrojecidos y brillantes. No dije nada–. Fueron unos años de mierda. Yo estaba pésimo. Acuérdate de lo que pasó con Verónica.
– ¡Eso no tiene nada que ver!
– Cuando llegué al norte pensé en el suicidio más de una vez –siguió hablando como si no lo hubiese interrumpido–. Nunca me había sentido así. No me importaba nada, todo lo bueno que hubo dentro de mí se había podrido. En esos años, un alma negra como la mía tenía muchas oportunidades de devolverle un poco de mierda a la vida. No importaba a quién –hizo una pequeña pausa y se sirvió whisky–. Me enteré de esos tipos que colaboraban con los extremistas y lo vi como una oportunidad. La vida me había tratado como un perro; me sentía legitimado para sacar un poco de provecho –el vaso temblaba en sus manos–. No hay día en que no me arrepienta de lo que hice, Héctor. Escucho sus voces desesperadas en la noche y vuelvo a oír la mía, implacable, exigiendo la plata de una vez por todas –comenzó a llorar, se llevó la mano izquierda a los ojos, sin dejar el vaso, pero yo lo seguía mirando sin moverme–. Yo de verdad creía que ellos se habían equivocado, que su relación con los extremistas me justificaba. Además, eran tipos de plata, tampoco los dejé en la calle. Yo trabajaba en el Gobierno, se hablaba de la resistencia, de armas por todas partes. Si los hubiera delatado, nadie me habría dicho nada, al menos en esa época. Después me fui dando cuenta que esos supuestos extremistas eran sólo perseguidos, unos pobres diablos refugiados en la clandestinidad.
– No quiero seguir escuchándote –le dije, poniéndome de pie.
Sentía el rumor de su voz, como un gemido agonizante, llamándome, cuando ya estaba en la calle. Me puse a caminar cada vez más rápido. Caminé una hora y media por Apoquindo hacia el poniente, redactando “El señor Barriga” en mi cabeza. Estaba seguro que “El Informante” la publicaría. Pero primero tenía que contárselo a mi madre. Lo haría al día siguiente. Llegué hasta Tobalaba y me metí a un bar de luces púrpuras. Pedí dos vodka tónica. Me tomé el primero en cinco minutos. El murmullo de la conversación ajena y el vodka consiguieron tranquilizarme. Al frente, tres mujeres hablaban alrededor de una pizza, cada una con un trago distinto. El segundo vodka ya iba a la mitad. Volví a verlo, agazapado entre los dos palos (el travesaño era imaginario), con su barriga enorme tapando la mitad del arco. Era difícil hacerle un gol a mi viejo, había que pegarle muy fuerte, por abajo, pegado a uno de los palos, donde su peso le impedía llegar con rapidez. Bebí un poco más de vodka. Si hablaba, lo perdería. Y esta vez sería para siempre. No podía perderlo de nuevo. Bebí el resto del vaso y salí a la calle. No quería volver a mi casa, así que caminé media hora más, hasta Manuel Montt. Me senté en la barra de un bar de sillas de plástico y pedí un whisky.